En Costa Rica, los sonidos de la naturaleza se convirtieron en herramientas esenciales para la conservación de sus bosques tropicales. La bióloga Mónica Retamosa lidera investigaciones que usan la bioacústica y la ecoacústica para estudiar los paisajes sonoros y evaluar la salud de los ecosistemas. Desde el Instituto Internacional en Conservación y Manejo de Vida Silvestre (ICOMVIS) de la Universidad Nacional de Costa Rica, Retamosa analiza cómo los sonidos revelan cambios en la biodiversidad y ayudan a detectar amenazas ambientales.
«Los sonidos han sido olvidados desde el punto de vista de la conservación«, afirmó Retamosa en una entrevista con WIRED en Español. Según la científica, en los conteos de aves, por ejemplo, «escuchamos más de lo que vemos», lo cual permite identificar perturbaciones en los ecosistemas antes de que sean evidentes por otros medios.
La bioacústica estudia cómo los animales generan y perciben sonidos, mientras que la ecoacústica analiza los paisajes sonoros completos (biológicos, geofísicos y humanos) para interpretar su significado ecológico. Con estas disciplinas, Retamosa explora los ecosistemas de Costa Rica, país que alberga más de medio millón de especies.
A raíz de las grabaciones automatizadas se revolucionó el estudio acústico. Los sensores colocados en zonas remotas registran sonidos durante meses sin perturbar la fauna. Esta técnica permite monitorear áreas extensas y detectar especies difíciles de observar. Fue así como Retamosa registró el canto del pájaro campana (Procnias tricarunculatus) en el corredor biológico AmistOsa, cuyo hábitat podría reflejar el estado de conservación de la zona. Este corredor, formalizado en 2010, conecta el Parque Internacional La Amistad con otras reservas del sur del país y atraviesa territorios indígenas y humedales.
Para interpretar los sonidos, los científicos transforman las grabaciones en espectrogramas que muestran la actividad acústica a lo largo del tiempo. Utilizan índices acústicos para evaluar la energía sonora, la diversidad de frecuencias y la actividad animal. Sin embargo, estos índices no siempre reflejan la biodiversidad real. Retamosa descubrió que el índice de complejidad acústica, útil en zonas templadas, en los trópicos mide la intensidad de vocalizaciones en lugar de la variedad de especies. «Se pueden usar los índices para una primera exploración del sitio, para hacer estudios a lo largo del tiempo, buscando cambios específicos asociados a perturbaciones humanas y trabajar con especies clave», explicó.
El auge del turismo también plantea desafíos. Entre 1984 y 1989, las llegadas internacionales crecieron un 37% y, en 2023, alcanzaron los 2.6 millones de visitantes. El equipo del ICOMVIS usa el índice NDSI, que compara sonidos biológicos con ruidos humanos, para evaluar el impacto del turismo en áreas protegidas.
Proyectos como Bosque Vivo, del Fondo Nacional de Financiamiento Forestal, exploran si la biodiversidad podría considerarse en los pagos por servicios ambientales. Los resultados mostraron que las fincas menos conservadas eran más ruidosas y especies sensibles, como Hylopezus perspicillatus, solo estaban en áreas bien preservadas.
Actualmente, Retamosa desarrolla un protocolo de monitoreo en Guanacaste para estudiar cómo la variabilidad climática afecta a los ecosistemas. Si bien almacenar los datos es costoso, considera que las grabaciones son archivos históricos invaluables para futuros estudios.
NotiPress/Martín Olivera
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