La verdadera medida de la vida no radica en los méritos o logros, sino en la libertad y el amor que se han cultivado. Cada paso que la vida nos brinda es una oportunidad de aprendizaje, no tanto por lo que se consigue, sino por lo que se aprende a desechar como innecesario. Lo realmente importante es vivir en paz, lo cual no es posible si se alberga odio o temor, pues estos cierran el camino hacia la dicha y la luz en la existencia.
Ciertamente, existen momentos y circunstancias que pueden despertar enojo, duda o frustración. Sin embargo, cuando estos sentimientos se arraigan en el alma, ya no son simples reacciones momentáneas, sino que se convierten en pilares del carácter y, por ende, del destino de la vida. La gran diferencia radica en saber distinguir entre experimentar una emoción y permitir que esa emoción defina nuestra vida.
Como bien dijo François de La Rochefoucauld, “Cuando nuestro odio es violento, nos hunde incluso por debajo de aquellos a quienes odiamos”. El odio no es un impulso para mejorar, sino un veneno que nos deteriora. El temor, por su parte, no es la naturaleza de la protección, sino una debilidad del espíritu. Dejarse consumir por el odio y el temor solo conlleva a hundirse aún más en el daño ya causado, imponiendo una carga adicional en la mente y el corazón.
Por lo tanto, no se debe permitir que estas condiciones antinaturales, aprendidas en sociedades trastocadas por el poder, la avaricia y la satisfacción desmedida, se instalen en nuestro ser. La vida plena requiere de un equilibrio, un punto medio que desvanezca la acumulación de anhelos poco humanizados. Allí es donde radica lo verdaderamente importante: saber soltar el daño sufrido y confiar de nuevo, incluso en aquellos que nos han causado perjuicio. Sí, puede resultar un idealismo utópico, pero es un desafío necesario.
Como dijo el maestro George Washington Carver, “El miedo de algo es la raíz del odio hacia otros, y el odio que yace dentro de ellos eventualmente destruirá a aquel que odia”. Esta máxima resume el suicidio espiritual de quienes no saben perdonar y soltar a tiempo, pues al final, quien teme y odia, aunque sea por razones justificadas, sigue otorgando autoridad a la otra persona o circunstancia sobre su propia vida, impidiéndose ser dueño de su existencia.
Que la profunda sinceridad del alma traiga consigo la comprensión de estas dos fuerzas que, si bien no nacen con el ser, se posicionan en él cuando se les permite. Ser dueño de sí mismo es una fascinante verdad incuestionable, que puede ser empleada por cualquier mortal que tenga la voluntad y la interiorización necesarias para perdonar, soltar y comenzar de nuevo.
No se debe caer en la trampa que planteó Eric Hoffer: “El odio es el agente unificador más accesible y completo. Los movimientos de masas pueden levantarse sin creer en un Dios, pero nunca sin creer en un demonio”. Que toda acción nazca de un pensamiento y un sentimiento de amor, verdad y paz; de lo contrario, se desnaturaliza la grandeza divina humana y se cae en la vergüenza y la inmoralidad. Caminar más por dañar o vengar que por vivir es un absurdo y un desmedimiento de la vida misma.